jueves, 7 de junio de 2012

Telegrass (El autoestoinguista III)


Por la tarde, el cabreo con mi hermano pasó a un segundo plano, me preocupaba mucho más lo que estaba pasándole a Jorge.

Me pasé la tarde investigando en la red sin demasiado éxito. No encontré posibles causas médicas para lo que estaba ocurriendo. Solo encontré fotos desagradables, historias de vampiros, de hombres lobo y algo de información de una enfermedad llamada el síndrome de Prader Willi, que al parecer, hace que el enfermo en cuestión siempre sienta hambre, siempre, aunque se acabe de comer un ñu. 

A simple vista no había más síntomas que el hambre insaciable de mi hijo... y lo del canibalismo espontaneo, así que nada encajaba demasiado. De todas formas, mandé algunos mails pidiendo información.

Apenas hablé en toda la tarde. Julio y Jorge estaban jugando a un videojuego de matar personas. A Julio se la sudaba todo. Le daba todo igual y no entendía nada, era totalmente incoherente, pero siempre parecía feliz. Hoy podía adorar al sol y al dios del sexo por la mañana y a Sony y Coca-Cola por la tarde.  Su sobrino era un puto asesino caníbal y el estaba ahí jugando tranquilamente, como si nada. Cuando se me hincharon los huevos lo suficiente se lo dije.

-     -¿Tan idiota eres que te puedes pasar la tarde ahí como un adolescente sin preocuparte de nada? Me das pena.

-       - Eh... déjalo fluir. Las cosas al final siempre se arreglan solas. – contestó sin apartar la vista de la pantalla.

-      - ¿Qué? ¿Pero tú eres tonto? ¿Ese ejemplo quieres dar a tu sobrino? Escúchame, la policía nos estará buscando,  si nos encuentran estamos  jodidos.-

Durante unos segundos aguardé alguna respuesta por su parte y me lo quedé mirando, pero él no me miraba a mí. Estaba en otra cosa. Yo me enfade más. Hasta que dio un salto del sofá agitando el mando de la consola y gritando: ¡Toma, en toda la puta cara! -Entonces, se reanudó la conversación.

-        -  ¿Por qué coño va a venir la policía papa? –me dijo mi hijo sin apartar la vista del menú donde elegía las armas con las que se equiparía en la siguiente ronda de asesinatos virtuales.

-       -  ¡Como qué coño, joder! ¡Ya me tenéis arto!, no digas tacos. Apaga esa cosa y a tu cuarto. 

     -¡La culpa es tuya que le enseñas a hablar mal, hostias! –grité señalando a Julio.

-        -  Pero si aquí no tengo cuarto. -me corrigió mi hijo.
 
-         - Me da igual, sube arriba y nos dejas un rato hablar a los mayores.-

Jorge, muy obediente, subió las escaleras. Julio habló, pero no parecía que me hablase a mí. Le habla a la pantalla mientras toquiteaba el mando a distancia y ponía la MTV.

-    - Estate tranquilo por eso, la policía no va a venir aquí. –se lo dijo a las negras que estaban moviendo el culo en la pantalla a ritmo de música rap o lo que fuera aquello.

No dije nada. Suspiré y me dejé caer hacia atrás en el sofá.

-       - Estoy metido en una especie de empresa. Ahora soy un joven emprendedor. – me dijo muy serio.

-           - Lo de joven… - le contesté con una sonrisilla irónica. Julio se rió.

-       - La verdad es que lo lleva todo mi socio. Yo le dejo una habitación de la casa y el reparte conmigo los beneficios y mantiene alejada a la policía.– me confesó en voz baja, tapándose la boca y mirando a los lados como si alguien nos vigilase.

-     - ¿Por qué hay un candado en la habitación de los abuelos?- gritó el niño desde la planta superior.

-         - ¡mmmmmmmmmmm! ¡mmmmmmmmmmm!- acertó a murmurar el imbécil de mi hermano a la par que se ponía muy tenso.

-          - ¿Por qué sale luz por debajo de la puerta?

-         - ¡mmmmmmmmmmmmm! – gimió ahora levantándose de su asiento y alternando su mirada rápidamente entre mi jeta y las escaleras.

Yo simplemente negaba con la cabeza y cruzaba mis brazos sobre mi pecho, mientras pensaba en la tripa que había echado últimamente. Joder, mis brazos se apoyaban en mi panza. Era comodísimo.

-  -¡Creo que es una especie de vórtice bidireccional con otra dimensión! ¡o un túnel espaciotemporal…! ¡No sé si ir hacia la luz papá!- desvariaba mi hijo como solo lo hacen los niños de doce años mientras pegaba su oreja a la puerta sellada.

Mi hermano, me contó que, un tío al que llamaba Robin, tenía una plantación hidropónica en el cuarto de nuestros difuntos padres. Que él lo gestionaba todo, como si fuese una subcontrata. Que la empresa se llamaba Telegrass porque hacia repartos a domicilio. Según él, producía la mejor Marihuana de la ciudad. La envasaba al vacío y la transportaba en bicicleta al cliente final, incluso tenía un puto 902 para recibir los pedidos.

También me contó que era el novio de un comisario de la policía nacional que estaba al tanto de todo y recibía su parte. Me dijo que era un negocio seguro. Que las mafias y los carteles estaban demasiado ocupados con sus cocaínas y sus heroínas y sus drogas de diseño como para meterse en este negocio. Por lo menos de momento, era un sector donde no existía la competencia violenta, el mercado era muy amplio y había sitio para todos. También es cierto que el beneficio económico era inferior al que se podía conseguir con otras drogas, pero con esta no tenia por que morir nadie.

Al principio me pareció mal. Ilegal=mal. Luego pensé que la casa también era mía y podía sacar tajada de la situación. Ilegal=pasta. Mis abuelos eran de Soria.

Pedí mi parte y Julio me la negó. Amenacé con chivarme a la policía. El hizo lo mismo. Nos reímos. Nos abrazamos. Después de muchos años, nos abrazamos. Yo me eché a llorar, no soportaba la situación. Nada estaba bajo control. Mi hermano menor me consoló. Me dijo al oído que no me preocupase, que todo saldría bien, que hablaríamos con mi ex y con un médico. Me dijo que estaríamos todos bien dentro de poco. No le creí. Pero me calmé. Sonó mi móvil y rompió el momento mágico.

Numero privado.

-          -¿Sí? – contesté.
-          
           -  Buenas tardes señor Cabrejas, le llamo de la SPAH para concertar una cita con usted y con su hijo lo antes posible. –dijo una amable voz femenina.

-          -¿De la que?- pregunté.

-        -De la Ese-Pe-A-Hache. – me deletreó lentamente la voz que parecía pertenecer a una chica joven. Le eché veinticinco tacos y me la imaginé delgada, morena, vestida totalmente de negro, con gafas de pasta y coleta. Y con una sonrisa muy agradable.

Me quede un poco en blanco. Dije que no sabía.

-          -No sé. No se…

Fue raro. No supe ni que preguntarle. Dije que sí, que acudiríamos. Quedé con ella para la mañana siguiente. Dijo que fuese con mi hijo. Me dio la dirección de una oficina en el centro. En el paseo Sagasta. Flipé.

Se lo conté a mi hermano y me dijo que no llevase a Jorge, que él lo cuidaría, que le sonaba un poco extraño. Le di la razón y seguí flipando.

-          -¿Qué coño está pasando?- Dije tapándome la cara con las manos.

Cuando aparte las manos y abrí los ojos, Jorge estaba frente a mí. Tiene el don de aparecer de la nada cuando menos te lo esperas

-         - Has dicho coño. – Me dijo con cara de indignación.

Volví a cerrar los ojos, me tape la cara de nuevo con ambas manos, resoplé y pensé: ¡Mierda, joder, coño!

***

domingo, 20 de mayo de 2012

Ventrílocuo hijo de puta.



Estaba cansado de hablar del tema. Había dicho toda la verdad a la policía, después a la prensa y más tarde otra vez a la policía, incluso el cirujano se había interesado por escuchar mi historia. Relataba una y otra vez lo sucedido a diferentes personas mientras me cambiaban el gotero o me ayudaban a comer sopa sin sal o pechugas a la plancha sin sal.

En mi tercer día de hospitalización, mientras uno de los médicos me enseñaba algunas muestras de prótesis y me explicaba que estaban pintadas a mano, se personó ante los pies de mi cama, un hombre corpulento de unos cincuenta años. Se presentó como el Comisario Taboada y me tendió una mano sudorosa y llena de anillos de lo que parecía oro del bueno.

Tras una breve y anodina conversación sobre mi estado de salud, fue directamente al grano. Dijo que estaba interesado personalmente en el caso. Que andaba hacia tiempo detrás del tipo que me había desfigurado y que no se detendría hasta encontrarlo. Así que, con tono condescendiente, me instó a contarle toda la historia de nuevo con pelos y señales. Cerré el ojo, tomé aire y comencé.

-       - Sábado catorce de marzo a eso de las dos y cuarenta de la madrugada. Salí del Bar Niza, que se encuentra en la calle Segovia tras haber estado bebiendo unas copas con dos amigos. Me dirigía a mi domicilio habitual. Calle Carmen. Encontrándome en algún punto entre la calle Segovia y la calle Carmen, comencé a oír gritos de auxilio de lo que parecía un niño de unos diez o doce años. Decía cosas como: Socorro. Auxilio. Me ahogo. Todo ello con signos de exclamación. La voz parecía salir de algún sitio, como si no estuviese directamente en la calle. No sabría explicarlo…. Como si estuviese dentro de un contenedor o algo así, eso es lo primero que se me vino a la mente. Corrí hacia la voz.

-       - ¿Hacia dónde corrió?- interpeló Taboada.

-       - Hacia la voz, se lo acabo de decir.

-       - Bien, y esto… ¿por qué?- dijo pausadamente y sin perder la serenidad en el rostro.

-      - Porque me ha pedido que le cuente la historia y cuando le estaba contando hacia donde corrí, entonces usted me ha interrumpido y me ha preguntado otra vez lo mismo.- dije poniendo el ojo como plato.
-        
     - Bien, no, pero… ¿Por qué corrió?- preguntó con parsimonia y sin cambiar el semblante.

-       - Por que pedían auxilio, se lo acabo de explicar.

-       - Bien, esto… continúe.- dijo, yo continué.

-       - Corrí un par de manzanas hacia la voz y a la altura del número veintisiete de la calle Sevilla lo encontré.

-       - Bien…esto ¿Qué..?.-Comenzó a musitar el comisario.

- Se lo estoy contando ¿vale?, deme un momento.- Dije serio.

- Ho, si….esto...bien…lo siento, continúe.- continué.
-     
   - En la acera, tendido bocabajo, había un hombre gordo desnudo. Muy gordo.- dije haciendo gestos de gordura con las manos.

- - Bien, habla de…gordo en plan fuerte…esto…con unos kilitos de mas… o más bien diría…esto…bien…que se trataba de un caso de obesidad mórbida.-volvió a interrumpir Taboada.

-    - Diría lo segundo. Parecía una morsa y olía como tal.- contesté

-     -  Bien… ¿ha olido alguna vez una morsa?

-       - ¿Qué? No, pero use un poco la imaginación comisario. sugerí

-       - Bien…

-       - Como le decía, la voz parecía venir de dentro del gordo.-proseguí

-       - Llamémoslo, esto…el sospechoso. - me corrigió el comisario.

-      -  Oiga, ¿me va dejar que se lo cuente? Pienso llamarlo el gordo y punto. Y le agradecería que si no tiene nada importante que preguntar, se lo ahorre y me escuche, joder.

-       - Esto…bien…si…eh…lo siento, continúe.

-   - La voz salía de dentro del gordo, eso estaba claro. Pero parecía que estaba muerto. Me quedéparalizado ante el cuerpo. La voz seguía gritando. Pedía socorro y cosas por el estilo. Ah, y decía que se ahogaba. Y que le ayudara a salir. Le pregunté que como podía ayudarle. Dijo tenía que ser  por atrás, por el ano.

-      - Y usted…bien…le creyó.- Afirmó Taboada.

-       - Yo estaba flipando ¿vale?, ni le creí ni le deje de creer, no entendía nada y estaba pedo.

-       - Esto… ¿Pedo?

-       - Borracho, ciego, alcoholizado, pedo… ¿Lo pilla?- ironicé.

-    -  Bien…esto… (pasan unos segundo incómodos mientras el comisario apunta cosas en una libreta de propaganda con un bolígrafo de propaganda)…puede continuar.

-      - El cuerpo apestaba y la voz no paraba de gritarme y decirme que tenía que ayudarle a salir de su culo. Del culo del gordo, no de su propio culo. Nadie puede estar en su propio culo, eso es absurdo.

-       - Y…bien… ¿que hizo entonces?

-       - Me armé de valor, me acuclillé y separé los dos glúteos del manatí.

-       - Esto…perdón…me he perdido… ¿manatí?- nueva interrupción por parte del comisario.

-       - ¡Pero por el amor de dios! ¿Me va a dejar acabar? El manatí es el gordo ¿vale?, que hay que explicárselo todo cojones.- dije cabreado.

-     - Esto…disculpe…pero si cambia todo el tiempo el nombre del sospechoso, bien…, esto…ya sabe.

-       - Pues no, no sé, ya le he dicho que use la imaginación, no es tan difícil.- proseguí.

-     - Le abrí el culo ¿vale? Junté las manos como si fuese a rezar, las inserté entre las nalgas del sos-pe-cho.so (con recochineo) y separé las manos. Recuerdo que tuve que hacer bastante fuerza para mover toda aquella grasa a un lado y al otro. Justo cuando pude contemplar ante mis ojos algo de pelo y el agujero ¡Pam! En todo el ojo. Me mareé y caí hacia atrás por el impacto. Quedé sentado en el suelo con la piernas abiertas y tapándome el ojo. Salía mucha sangre y me dolía barbaridad.
  
Hice una pequeña pausa dramática para tomar aire y continué.

- Entre ese momento y la llegada de la ambulancia, solo recuerdo estar tendido en el suelo, mareado y con la visión del ojo que me quedaba borrosa. Recuerdo verlo correr desnudo calle arriba al muy hijo de puta. Daba grititos y se reía como una niña repelente. Mientras sus lorzas desafiaban todas las leyes de la física calle arriba, el gordo hijo de puta me decía: Te jodes, jijiji, te jodes, jijiji.- Después de eso solo recuerdo despertarme aquí y contar la historia una y otra vez.

- Bien…esto…hábleme del proyectil.- inquirió Taboada.

-¿Proyectil? Un puto garbanzo. El muy cabrón tenía un garbanzo cargado en el ojete y estaba esperando a disparárselo a alguien. Un garbanzo duro ¿eh?, no cocido.- dije dándome importancia.

Pasaron unos segundos de silencio mientras él seguía apuntando.

-       - Espero que lo detengan y lo encierren. -le confesé al comisario.

-       - ¿Detenerlo? ¿Está usted loco?, lo que quiero es contratarlo.- Dijo Taboada con una sonrisa en el bigote.

-       - ¿Qué? pero no es usted…

-       - ¿Policía? No, esto…que va…bien…parece que ha habido una pequeña confusión.

-       - Ahora soy yo el que no entiende nada.-dije.

-Bien...vera….soy comisario. Comisario artístico. ¿sabe usted cuanta gente…esto…pagaría, esto…por ver a un manatí ventrílocuo que dispara garbanzos con el ano…?- argumentó.

Llamé a la enfermera para que se lo llevaran y seguí ojeando el catalogo de prótesis oculares mientras pensaba en la razón que tenia aquel tipo. No el gordo sino el comisario. Aunque si lo pienso bien, el gordo también tenía razón cuando me dijo: te jodes jijiji.

***

El día de la ofrenda.



Se acercaba de nuevo el día de la ofrenda. El día más importante del año para los habitantes de la aldea.

El día de la ofrenda, al llegar el alba, todos los vecinos salen de sus casas y se dirigen a la plaza. Los chiquillos corretean de aquí para allí jugando con sus espadas, mientras los mayores comen y beben, ríen y bailan al son de laudes y gaitas.

Entrada la tarde la ceremonia da comienzo. Los monjes cuentan como cada año, la leyenda de cómo se construyó el templo. Como en cada día de la ofrenda, vuelven a hablar de las gárgolas que nos vigilan desde arriba. De la devoción. De la suplica y la redención. De la muerte y de la vida.

Encomiendan una daga a los dioses. Uno de los monjes, el más anciano de ellos, se arrodilla ante el primero de una fila de niños de diez años, todos ellos primogénitos y varones. El monje retira su capucha, mira fijamente al niño a los ojos, asiente levemente y ofrece, con las palmas de sus manos abiertas mirando al cielo, una daga herrumbrosa.  

El niño, con la mirada perdida, aferra la daga con valentía. Se degüella.

El filo de la fina daga se abre camino a través de la garganta del joven y tras un leve estertor, cae fulminado allí mismo. 

Los demás niños, hasta un total de siete, acometen el mismo acto de inmediato y sin cobardía. Sobre el pequeño escenario yacen siete jóvenes cuerpos sin vida.

Los cuelgan de los ganchos boca abajo. Siguen bebiendo y riendo ya siendo noche cerrada, pero nadie sigue allí cuando despunta la mañana.

Todos se han escondido en sus casas. Porque como cada día después de la ofrenda, las gárgolas bajarán porque hay niño muerto para desayunar.

***

domingo, 22 de abril de 2012

 

 
Uno de los trabajos que desempeñé en la fábrica de papel, consistía en gestionar la descarga de materiales peligrosos en los depósitos y silos que hay alrededor de las naves que albergan las monstruosas máquinas de papel y los almacenes.

Cuando digo descarga de mercancías peligrosas, me refiero a camiones con entre ocho y doce toneladas de acido sulfúrico, clorhídrico, fosfórico, sosa cáustica, colorantes y demás aditivos. ¡Ah!, y almidón. El almidón no es peligroso en sí, pero cuando una de las tapas de la cisterna llena de producto revienta, a causa de la presión que ejerce el aire que insuflas dentro para vaciarla, el resultado es dos palmos de nieve sobre un barrio entero. El resultado si te alcanza la tapa es de un cadáver cubierto por dos palmos de nieve.

Mi trabajo consistía básicamente en ir de un sitio a otro para mirar. No paraba de ir de un sitio para otro montado en mi carretilla elevadora a la que habíamos bautizado con el nombre de Fumanchino.

Me ponía mi máscara de gas con los filtros caducados y mi traje antiácido lleno de agujeros y remiendos y me aseguraba de que todo el proceso se realizaba dentro de los estándares de seguridad impuestos por la empresa. Esto es complicado cuando nadie te explica nada y te sueltan allí, a los leones, para que cuando algo falle, que fallará, tengan a alguien en quien volcar toda la responsabilidad de la catástrofe. Pero no tenía otra cosa mejor que hacer, así que me quedé allí una temporada.

Tenía un par de ayudantes, uno de ellos, de unos cuarenta años, estaba medio colgado a cualquier hora. En una ocasión me contó cómo se las arreglaban él y su mujer para fabricar crack a partir de la cocaína en polvo que puedes comprar en cualquier bar y fumárselo cuando sus dos hijos, de corta edad, dormían o estaban con los abuelos.

Al otro, que era mucho más joven, apenas llegué a conocerlo. Era un tío muy sano, incluso le pagaban algo por jugar en un equipo de futbol de no sé qué categoría. Casi nunca venía. Un día llamó, dijo que tenía cólicos y nunca volvió.

Durante un tiempo no vino nadie a sustituirlo, así que yo tenía que hacer mi turno y parte del suyo, esto era, de seis de la mañana a dos de la tarde, y dos o cuatro horas por la tarde, dependía del día. Pasó poco tiempo hasta que me di cuenta que los jefazos abandonaban el barco a su suerte a las cinco en punto, así que casi nunca iba por las tardes. Pero sí cobraba las horas.

Pasé unos meses así. Luego trajeron a Jarri de sustituto. Yo ya lo conocía, estaba en la misma empresa pero se dedicaba a otras labores y casi nunca coincidíamos. No tenía muy buena impresión de él. Hacía algún tiempo que un buen amigo, que también trabajaba conmigo, me contó que en una ocasión que Jarri le había dicho que, lo mejor para desahogarse cuando llegaba a casa, era darle una buena paliza a su mujer. De por sí esto me resultaba bastante repugnante, pero si le sumamos el aspecto del tipo, era como mínimo para vomitar. Lo más parecido que he visto al pingüino de Batman.

No tendría más de cuarenta y cinco años pero aparentaba al menos diez más. Mediría un metro setenta y pesaría alrededor de un centenar de kilos, la mayoría de los cuales se encontraban en su panza. Nariz puntiaguda y ojos como pulgas encuadrados en una expresión constante de mala ostia. Por no hablar de las uñas. El problema no es que estuviesen negras y necesitasen un buen corte, la cuestión es que le crecían hacia afuera, podías meter un buen trozo de palillo entre la uña y el dedo. Asqueroso.

Su nombre real no era Jarri, lo llamaban así porque un día en mitad de la jornada laboral, se bebió quince jarras de medio litro de cerveza sin levantarse a mear. A mí me resultaba una historia increíble hasta que lo conocí.

La primera semana con él fue de lo más extraña. En la fábrica de papel no se podía fumar en ningún lugar, excepto en el pequeño tallercito donde trabajaban los mecánicos y soldadores que daban mantenimiento a las descomunales máquinas que escupían casi dos kilómetros de papel por minuto, o cualquier lugar donde nadie pudiera verte.

Así que la mayor parte de la semana la pasamos ocultos en el taller de soldadura o en una pequeña garita de obra que nos habían puesto en el punto más remoto de la fábrica. Matábamos el tiempo fumando mientras me contaba historias y me decía que me hiciese otro porro. Teníamos calculadas las horas a las que los de seguridad pasaban al lado de la garita para realizar la ronda, así que nos sentíamos seguros allí. Los tíos llevaban pistola, imagine que era para que a nadie se le ocurriese robar alguno de los inmensos rollos de papel, que pesaban varias toneladas cada uno.

Jarri me contaba que se había divorciado. Me contaba historias de cuando él tenía mi edad, historias de los años ochenta. Me contaba como era el rollo en su barrio y en los diferentes garitos de la ciudad. Me decía lo que costaba un gramo de coca por entonces. Me contaba cuando estuvo en prisión preventiva por darle un puñetazo en la nuca y por la espalda a un tío al que odiaba y que casi pierde la vida.

Estaba contándome toda esa mierda cuando empezó a sangrar por la nariz. Era jueves por la tarde. Sangraba mucho. Su asquerosas sangre manaba abundantemente y sin cesar. Hacía pequeñas bolitas de papel higiénico y se taponaba el orificio sangrante con ella. Cambiaba la bolita constantemente y seguía hablándome de sus aventuras. Me asusté un poco, pero enseguida me fui a casa y se me olvidó.

El viernes por la mañana Jarri vino puntualmente a trabajar con una bolita en la nariz. La bolita seguía de color rojo.

Al parecer, la hemorragia no se había detenido en toda la noche, sino todo lo contrario. Me dijo que no era tonto, que había dormido boca abajo. Yo, cada vez más asustado, le dije que fuese al médico. El siguió contándome historias y fumando. 

Cuando terminó la jornada, nos despedimos hasta el lunes siguiente. Yo iba a pasar un fin de semana tranquilo en casa y a él le tocaba quedarse con su hijo de once años, así que había comprado un poco de farlopa para metérsela por el agujero que aún no le sangraba. Le deseé un buen fin de semana a Jarri.






domingo, 15 de abril de 2012

Pan y birra


Mi panadería de confianza es algo peculiar, al igual que su regente. Supongo que por eso es mi panadería de confianza. Por eso y por la proximidad.

El panadero al que he apodado Borrachín ya que desconozco su nombre, ha instalado una mesita en la puerta del establecimiento, para que sus amigotes puedan estar todo el día ahí fuera fumando y bebiendo cervezas.

Siempre que enfilo la calle de bajada hacia la panadería, los veo a él y a alguno de sus colegas con una lata en la mano y un cigarro en la otra. Borrachín me ve y comienza a dar rápidas y cortas caladas para apurar su cigarrito antes de mi llegada. Ya debería saber que mi visita no va a durar más de treinta segundos y que los cigarros modernos se apagan. Me dan ganas de decirle que no lo apure, que lo deje en el cenicero para más tarde.

Suelo ir a última hora de la tarde. Nunca le queda pan. Es increíble. Siempre acaba de vender la última chapata o la ultima baguette hace un minuto.  ¿Por qué no pide una barra más a su proveedor habitual si sabe que vengo casi cada día?

Así que suelo comprar alguna lata de cerveza para aprovechar el viaje. Tiene una de esas neveritas pequeñas que regalan las marcas de refrescos que se dedican a asesinar sindicalistas colombianos e intoxicar a la población mundial llena de latas, sobre todo de cerveza. Es el producto estrella.

No suelo mirar a Borrachín a la cara. No por vergüenza, sino porque él lleva un buen nivel de alcohol en sangre y quiere conversación. Yo no. Yo quiero su pan y su cerveza. No necesito hablar de banalidades. No quiero confraternizar.

En una ocasión, mientras abría la neverita para coger un par de la tas me dijo que no le dejara sin ninguna. La nevera estaba a reventar. Lo miré a los ojos y le dije que no tenía huevos a bebérselas todas. Se rió y negó con la cabeza. Me confesó que era una exageración, pero que el día anterior, se había clavado doce aquí y luego dos en casa, y lo apostilló con la frase “así son las cosas, y así se las hemos contado”, para dar más dramatismo a la historia y enfatizar su heroica hazaña.

No dije nada. No lo juzgué. Me miró con cara de resignación y pena. Me despedí hasta el día siguiente.

Cuando salí, me topé en la puerta con Bigotitos que siempre están allí cuando salgo pero nunca cuando entro. Es el cliente/amigote más fiel del garito. Y el más alcohólico sin duda. Siempre va a tope. Siempre intenta darme conversación y alguna vez lo ha conseguido. Pero aquel día, agaché la cabeza y pasé de largo haciendo como que no lo veía. Lo último que me apetecía era que me volviese a preguntar por mi moto o por mi trabajo o por cualquier cosa que debería darle exactamente igual.

Crucé la calle rápido para que no me viese, pero cuando estuve a unos metros comenzó a grítame. - ¿Dónde has dejado la moto? ¡Mi cuñado es mecánico, llévasela para que te haga una revisión barata!, ¡valla casco más guapo tienes! ¿Dónde lo has comprado? ¿Me lo puedo probar? ¡Yo de joven tenía una moto mejor que la tuya! ¡Ahora sois unos mierdas y unos maricones! ¡No tenéis cojones!...

Levanté la mano en un ademán de saludo y vi que Borrachín ya había recuperado su posición en la mesita y se había encendido otro pitillo. Me di la vuelta y me fui para mi casa a beberme mis cervezas. Yo solo.