Se acercaba de nuevo el día de la ofrenda. El día
más importante del año para los habitantes de la aldea.
El día de la ofrenda, al llegar el alba, todos los
vecinos salen de sus casas y se dirigen a la plaza. Los chiquillos corretean de
aquí para allí jugando con sus espadas, mientras los mayores comen y beben,
ríen y bailan al son de laudes y gaitas.
Entrada la tarde la ceremonia da comienzo. Los monjes
cuentan como cada año, la leyenda de cómo se construyó el templo. Como en cada
día de la ofrenda, vuelven a hablar de las gárgolas que nos vigilan desde
arriba. De la devoción. De la suplica y la redención. De la muerte y de la vida.
Encomiendan una daga a los dioses. Uno de los
monjes, el más anciano de ellos, se arrodilla ante el primero de una fila de
niños de diez años, todos ellos primogénitos y varones. El monje retira su
capucha, mira fijamente al niño a los ojos, asiente levemente y ofrece, con las
palmas de sus manos abiertas mirando al cielo, una daga herrumbrosa.
El niño, con la mirada perdida, aferra la daga con
valentía. Se degüella.
El filo de la fina daga se abre camino a través de
la garganta del joven y tras un leve estertor, cae fulminado allí mismo.
Los demás niños, hasta un total de siete, acometen
el mismo acto de inmediato y sin cobardía. Sobre el pequeño escenario yacen
siete jóvenes cuerpos sin vida.
Los cuelgan de los ganchos boca abajo. Siguen
bebiendo y riendo ya siendo noche cerrada, pero nadie sigue allí cuando
despunta la mañana.
Todos se han escondido en sus casas. Porque como
cada día después de la ofrenda, las gárgolas bajarán porque hay niño muerto
para desayunar.
***