Uno de los trabajos que desempeñé en la fábrica de
papel, consistía en gestionar la descarga de materiales peligrosos en los
depósitos y silos que hay alrededor de las naves que albergan las monstruosas
máquinas de papel y los almacenes.
Cuando digo descarga de mercancías peligrosas, me
refiero a camiones con entre ocho y doce toneladas de acido sulfúrico,
clorhídrico, fosfórico, sosa cáustica, colorantes y demás aditivos. ¡Ah!, y
almidón. El almidón no es peligroso en sí, pero cuando una de las tapas de la
cisterna llena de producto revienta, a causa de la presión que ejerce el aire
que insuflas dentro para vaciarla, el resultado es dos palmos de nieve sobre un
barrio entero. El resultado si te alcanza la tapa es de un cadáver cubierto por
dos palmos de nieve.
Mi trabajo consistía básicamente en ir de un sitio a
otro para mirar. No paraba de ir de un sitio para otro montado en mi carretilla
elevadora a la que habíamos bautizado con el nombre de Fumanchino.
Me ponía mi
máscara de gas con los filtros caducados y mi traje antiácido lleno de agujeros
y remiendos y me aseguraba de que todo el proceso se realizaba dentro de los
estándares de seguridad impuestos por la empresa. Esto es complicado cuando
nadie te explica nada y te sueltan allí, a los leones, para que cuando algo
falle, que fallará, tengan a alguien en quien volcar toda la responsabilidad de
la catástrofe. Pero no tenía otra cosa mejor que hacer, así que me quedé allí una
temporada.
Tenía un par de ayudantes, uno de ellos, de unos
cuarenta años, estaba medio colgado a cualquier hora. En una ocasión me contó cómo
se las arreglaban él y su mujer para fabricar crack a partir de la cocaína en
polvo que puedes comprar en cualquier bar y fumárselo cuando sus dos hijos, de
corta edad, dormían o estaban con los abuelos.
Al otro, que era mucho más joven, apenas llegué a
conocerlo. Era un tío muy sano, incluso le pagaban algo por jugar en un equipo
de futbol de no sé qué categoría. Casi nunca venía. Un día llamó, dijo que
tenía cólicos y nunca volvió.
Durante un tiempo no vino nadie a sustituirlo,
así que yo tenía que hacer mi turno y parte del suyo, esto era, de seis de la
mañana a dos de la tarde, y dos o cuatro horas por la tarde, dependía del día.
Pasó poco tiempo hasta que me di cuenta que los jefazos abandonaban el barco a
su suerte a las cinco en punto, así que casi nunca iba por las tardes. Pero sí
cobraba las horas.
Pasé unos meses así. Luego trajeron a Jarri de
sustituto. Yo ya lo conocía, estaba en la misma empresa pero se dedicaba a
otras labores y casi nunca coincidíamos. No tenía muy buena impresión de él.
Hacía algún tiempo que un buen amigo, que también trabajaba conmigo, me contó
que en una ocasión que Jarri le había dicho que, lo mejor para desahogarse cuando
llegaba a casa, era darle una buena paliza a su mujer. De por sí esto me
resultaba bastante repugnante, pero si le sumamos el aspecto del tipo, era como
mínimo para vomitar. Lo más parecido que he visto al pingüino de Batman.
No tendría más de cuarenta y cinco años pero
aparentaba al menos diez más. Mediría un metro setenta y pesaría alrededor de
un centenar de kilos, la mayoría de los cuales se encontraban en su panza.
Nariz puntiaguda y ojos como pulgas encuadrados en una expresión constante de
mala ostia. Por no hablar de las uñas. El problema no es que estuviesen negras
y necesitasen un buen corte, la cuestión es que le crecían hacia afuera, podías
meter un buen trozo de palillo entre la uña y el dedo. Asqueroso.
Su nombre real no era Jarri, lo llamaban así porque un
día en mitad de la jornada laboral, se bebió quince jarras de medio litro de
cerveza sin levantarse a mear. A mí me resultaba una historia increíble hasta
que lo conocí.
La primera semana con él fue de lo más extraña. En
la fábrica de papel no se podía fumar en ningún lugar, excepto en el pequeño
tallercito donde trabajaban los mecánicos y soldadores que daban mantenimiento
a las descomunales máquinas que escupían casi dos kilómetros de papel por
minuto, o cualquier lugar donde nadie pudiera verte.
Así que la mayor parte de la semana la pasamos
ocultos en el taller de soldadura o en una pequeña garita de obra que nos
habían puesto en el punto más remoto de la fábrica. Matábamos el tiempo fumando
mientras me contaba historias y me decía que me hiciese otro porro. Teníamos
calculadas las horas a las que los de seguridad pasaban al lado de la garita
para realizar la ronda, así que nos sentíamos seguros allí. Los tíos llevaban
pistola, imagine que era para que a nadie se le ocurriese robar alguno de los inmensos
rollos de papel, que pesaban varias toneladas cada uno.
Jarri me contaba que se había divorciado. Me contaba
historias de cuando él tenía mi edad, historias de los años ochenta. Me contaba
como era el rollo en su barrio y en los diferentes garitos de la ciudad. Me
decía lo que costaba un gramo de coca por entonces. Me contaba cuando estuvo en
prisión preventiva por darle un puñetazo en la nuca y por la espalda a un tío
al que odiaba y que casi pierde la vida.
Estaba contándome toda esa mierda cuando empezó a
sangrar por la nariz. Era jueves por la tarde. Sangraba mucho. Su asquerosas
sangre manaba abundantemente y sin cesar. Hacía pequeñas bolitas de papel higiénico
y se taponaba el orificio sangrante con ella. Cambiaba la bolita constantemente
y seguía hablándome de sus aventuras. Me asusté un poco, pero enseguida me fui
a casa y se me olvidó.
El viernes por la mañana Jarri vino puntualmente a
trabajar con una bolita en la nariz. La bolita seguía de color rojo.
Al parecer, la hemorragia no se había detenido en
toda la noche, sino todo lo contrario. Me dijo que no era tonto, que había
dormido boca abajo. Yo, cada vez más asustado, le dije que fuese al médico. El
siguió contándome historias y fumando.
Cuando terminó la jornada, nos despedimos hasta el
lunes siguiente. Yo iba a pasar un fin de semana tranquilo en casa y a él le
tocaba quedarse con su hijo de once años, así que había comprado un poco de farlopa
para metérsela por el agujero que aún no le sangraba. Le deseé un buen fin de
semana a Jarri.