domingo, 15 de abril de 2012

Pan y birra


Mi panadería de confianza es algo peculiar, al igual que su regente. Supongo que por eso es mi panadería de confianza. Por eso y por la proximidad.

El panadero al que he apodado Borrachín ya que desconozco su nombre, ha instalado una mesita en la puerta del establecimiento, para que sus amigotes puedan estar todo el día ahí fuera fumando y bebiendo cervezas.

Siempre que enfilo la calle de bajada hacia la panadería, los veo a él y a alguno de sus colegas con una lata en la mano y un cigarro en la otra. Borrachín me ve y comienza a dar rápidas y cortas caladas para apurar su cigarrito antes de mi llegada. Ya debería saber que mi visita no va a durar más de treinta segundos y que los cigarros modernos se apagan. Me dan ganas de decirle que no lo apure, que lo deje en el cenicero para más tarde.

Suelo ir a última hora de la tarde. Nunca le queda pan. Es increíble. Siempre acaba de vender la última chapata o la ultima baguette hace un minuto.  ¿Por qué no pide una barra más a su proveedor habitual si sabe que vengo casi cada día?

Así que suelo comprar alguna lata de cerveza para aprovechar el viaje. Tiene una de esas neveritas pequeñas que regalan las marcas de refrescos que se dedican a asesinar sindicalistas colombianos e intoxicar a la población mundial llena de latas, sobre todo de cerveza. Es el producto estrella.

No suelo mirar a Borrachín a la cara. No por vergüenza, sino porque él lleva un buen nivel de alcohol en sangre y quiere conversación. Yo no. Yo quiero su pan y su cerveza. No necesito hablar de banalidades. No quiero confraternizar.

En una ocasión, mientras abría la neverita para coger un par de la tas me dijo que no le dejara sin ninguna. La nevera estaba a reventar. Lo miré a los ojos y le dije que no tenía huevos a bebérselas todas. Se rió y negó con la cabeza. Me confesó que era una exageración, pero que el día anterior, se había clavado doce aquí y luego dos en casa, y lo apostilló con la frase “así son las cosas, y así se las hemos contado”, para dar más dramatismo a la historia y enfatizar su heroica hazaña.

No dije nada. No lo juzgué. Me miró con cara de resignación y pena. Me despedí hasta el día siguiente.

Cuando salí, me topé en la puerta con Bigotitos que siempre están allí cuando salgo pero nunca cuando entro. Es el cliente/amigote más fiel del garito. Y el más alcohólico sin duda. Siempre va a tope. Siempre intenta darme conversación y alguna vez lo ha conseguido. Pero aquel día, agaché la cabeza y pasé de largo haciendo como que no lo veía. Lo último que me apetecía era que me volviese a preguntar por mi moto o por mi trabajo o por cualquier cosa que debería darle exactamente igual.

Crucé la calle rápido para que no me viese, pero cuando estuve a unos metros comenzó a grítame. - ¿Dónde has dejado la moto? ¡Mi cuñado es mecánico, llévasela para que te haga una revisión barata!, ¡valla casco más guapo tienes! ¿Dónde lo has comprado? ¿Me lo puedo probar? ¡Yo de joven tenía una moto mejor que la tuya! ¡Ahora sois unos mierdas y unos maricones! ¡No tenéis cojones!...

Levanté la mano en un ademán de saludo y vi que Borrachín ya había recuperado su posición en la mesita y se había encendido otro pitillo. Me di la vuelta y me fui para mi casa a beberme mis cervezas. Yo solo.




La redada


No estábamos solos aquel día, había dos grupitos jugando a las cartas. Un grupo de marroquíes y otro de lo que me parecieron senegaleses. Nosotros, estábamos situados al fondo, apoyados en la barra.

La cosa se estaba alargando. La espera se hacía muy tediosa después de un largo día de trabajo, así que Iosu pidió otras dos cervezas a uno de los camareros chinos para seguir haciendo tiempo. La cerveza era uno de los motivos por los cuales acudimos a aquel bar, no por la calidad sino por el precio.

Nos estábamos riendo no recuerdo por que, cuando entraron por la puerta cinco efectivos de la policía nacional. Cuatro hombres y una mujer. Pidieron silencio y que nos quedáramos todos quietecitos. Uno de los hombres se acercó a nosotros mientras sus compañeros rodeaban al resto de clientes, les preguntaban por los papeles y les hacían vaciar el contenido de sus bolsillos.

A nosotros nos toco el poli bueno, resultó educado. Entre risitas, vaciamos nuestros bolsillos sobre una mesita. Llaves, mechero, tabaco, cartera y un puñado de castañas pilongas por mi parte. Mi compinche atesoraba sus llaves, la cartera y un paquete de tabaco que lanzó a la mesa con desdén e irreverencia sobre el resto de pertenencias. Lo malo no es que Iosu aborrezca la prepotencia de la autoridad, lo malo es que se le nota mucho.

El tío de la porra, se puso unos guantecitos grises y comenzó a examinar todos nuestros objetos detenidamente. Me resulto extraño, parecía que el muy capullo no hubiera visto un mechero en su vida. Miró todas las entrañas de nuestras carteras de piel sintética, los carnés, los paquetes de tabaco, e incluso accionó un par de veces mi llavero de dos cerditos que se dan por el culo.

Después se dispuso a cachearnos. Pareció que le daba apuro. No fue del tipo “¡las manos contra la pared y la documentación entre los dientes si no queréis que os parta la cabeza, cerdos!”, sino más bien del tipo “si no les importa, voy a tener que cachearles, entiéndanlo, es mi trabajo…”. Nosotros nos mirábamos y sonreíamos.

Mientras, a uno de los chicos marroquíes, se lo bajaron al baño a empujones dos de los polis no sé para qué. Me dio mala espina, no habían pasado ni dos meses desde que a un colega, también moro, le habían colocado cincuenta gramos de hachís, le habían partido la cara en comisaria como dios manda y lo habían mandado una temporada a Zuera. Si, por el puto morro.

Cuando el poli bueno terminó de sobarnos, nos advirtió de que, ese local, era un sitio frecuente de venta de estupefacientes y que no deberíamos andar por allí. Creo que nos tomó por tontos. Solo por el hecho de ser blanquitos debíamos estar allí porque éramos tontos y no sabíamos lo que hacíamos. Los negros y los moros, no tuvieron tanta suerte. Les tocó lidiar con los cuatro polis malos.

Subieron al chico del baño sano y salvo y se piraron a joder al personal a otro sitio.

Según abandonaron la estancia, empezaron a cruzarse las miradas de todos los allí congregados. Miradas de complicidad y medias sonrisas interraciales en todas direcciones.

Cogí mis cosas de la mesa. Iosu abrió su paquete de tabaco y me lo enseño. Dentro, había un cigarro y una chinita de hachís. Que cabrón. Para que luego digan que la policía no es tonta. Nos reímos. Nos reímos mucho. Como siempre. Es lo bueno de estar juntos, siempre nos reímos.

Pedimos otras dos cervezas y Iosu, poniéndose muy serio, me dijo. - Lo peor de todo, es que ahora vamos a tener que esperar por lo menos otros veinte minutos hasta que traigan nuestra droga.- Tenía razón.