sábado, 11 de febrero de 2012

Albino.


Tras muchos años de sufrimiento e incomprensión por parte de familiares y amigos por fin cumplí la mayoría de edad.  Ya nada ni nadie podía obligarme a seguir siendo de aquella manera. Llegó el momento del cambio. 

Me apresuré en dejar mis estudios, para encontrar un trabajo que me proporcionase algo de pasta, para vivir lejos de casa de los racistas de mis padres y poder pedir ingentes cantidades de dinero a diferentes bancos y cajas, iba a necesitar muchos fondos.

Pedí el dinero, pero lo único que conseguí, fueron grandes carcajadas por parte de los diferentes directores de cualquier entidad financiera a la que me dirigía, curiosamente no me topé con ninguna directora, que raro.

Mi curro descargando camiones de leche en un hipermercado de mierda, no me daba ni para pagar el alquiler y comer decentemente, así que como todos los jóvenes que deciden independizarse antes de los 45, tuve que pluriemplearme a lo bestia. 
Curré en bares de copas, como camarero de bodas, limpié cristales, hice de azafato en ferias, trapicheé con algo de mdma e hice otras cosas muy feas de las que no me enorgullezco. En resumidas cuentas tuve que tragar mucha mierda, mucha mierda y otras cosas, y todo mientras descargaba leche como un imbécil.

Cada nomina me acercaba mas al final del camino, o por lo menos al principio del final.
Ahorré lo suficiente durante dos años para poder llegar hasta Lyon. Recuerdo que me sentía muy solo, tenía miedo y muchos nervios, pero estaba contento porque aquello iba a compensar las caras de desaprobación, las burlas y la incomprensión total y absoluta que había vivido desde que tenía uso de razón.

El señor al que tuve que acudir para el extraño cambio que quería infligirme, resulto ser un tío de unos cincuenta tacos, gordo como una botella de butano,barbilampiño, de ojos azul claro apagado casi gris, que hacía llamarse Doctor Cabronsèt, pero dicho en francés. 
 Al principio fue bastante agradable para ser extranjero, aunque técnicamente el extranjero era yo.

Me dijo bastantes cosas en francés, yo lo iba apuntando todo en un cuaderno para que me lo tradujese mi vecina, que estudió francés en la escuela. Por lo visto, cuando Franco, se pensaban que los gabachos iban a ser los reyes del mambo, no sabían que los yanquis y los rumanos gobernarían el mundo.

Cuando el doctor Cabronsèt terminó de hablar en aquella mezcla de silabas nasales que deduje, eran un idioma, yo deje de apuntar, lo mire a los ojos azul claro apagado casi gris, y le dije, gritando, para que me entendiese bien, que me sentía negro.

El se quedo mirando mis ojos marrón normal, se tapo la boca con la mano y miro un rato al vacio, acto seguido, se dirigió a una de sus estanterías y cogió una especie de archivo, o libreta, o catalogo, o lo que fuera, lo abrió y me lo puso delante de la jeta.

Como elegir un color para las paredes del pasillo, colores a mansalva, como en photoshop. Colores organizados por razas, por continentes, por países, una orgia de colores.
Busqué y busqué hasta que lo encontré, me levanté de un salto de mi silla cutre y lo señalé con el dedo. Negro ébano. 

Cabroncèt se quedó petrificado, negó con la cabeza, me quitó el libro de las manos, lo abrió por el final y me enseñó un gráfico y unas tablas. Aunque no lo entendí del todo, sí que me dio la mollera para llegar a la conclusión de que, por lo visto, no todas las razas son intercambiables, por llamarlo de alguna manera. 

El doctor guío su dedo índice por el papel satinado, hasta detenerse en una de las veintisiete líneas de la tabla, donde ponía, mediterránea. Supuse que esa era mi raza. El dedo de Cabroncèt describió una recta perfecta a lo largo de todas la líneas, una gama cromática, los colores compatibles con mi raza. Había blancos, amarillos, marrones claros y marrones oscuros, pero nada de negro. En ese mismo instante, se me encogió el alma y se me heló el corazón. 

Puedes cambiar de indoafgano a nórdico, de melanesio a normongólico, de esquimal a melanoafricano, pero no puedes cambiar de blanco nuclear a negro ébano, joder, incluso puedes cambiar de payo a gitano y viceversa todas las veces que quieras con solo un par de sesiones y algo de medicación.

Mi corazón  helado, bombeó sangre furiosa y helada a mi cerebro, se contrajeron mis pupilas, se tensaron mis músculos  y se nubló mi razón. A la marginación, la incomprensión y las burlas que había sufrido, ahora se sumaron la impotencia, la rabia y finalmente la ira incontrolada.

Para cuando quise hacerme consciente de la situación, el Doctor Cabroncèt estaba suspendidito en el aire, con el único punto de apoyo de su tráquea sobre mi mano, levitaba.

Le grité cosas, me cague en su padre. Grité algo inteligible sobre el odio que sentía hacia su persona, porque volcaba y quemaba sistemáticamente mis camiones cargados de fruta a principios de la década de los noventa, a la par que escupía pequeñas esquirlas de baba sobre su cara.

Cuando terminé de gritar, solté el cuerpo, ahora su asquerosa cara azulada, era del mismo color que sus asquerosos ojos. Me dio un poco de grima, nunca había tocado un muerto.

Cogí la chupa, salí de la consulta y cruce la avenida. Compre un cruasán, lo tiré al suelo, lo pisé y me volví a casa a llorar por el resto de mi vida.